27.8.23

La evaluación como práctica cultural

 Desde esta perspectiva el currículum –y por ende, la evaluación– pertenece al ámbito de lo práctico, lo que quiere decir que se sitúa en el campo de la interacción humana y que está relacionado con la interacción entre profesor y alumnos. Si aceptamos que la evaluación es un asunto práctico, todos los participantes habrán de ser considerados sujetos y no objetos. Uno de los principios inherentes a la perspectiva práctica consiste en que las personas, niños incluidos, son fundamentalmente racionales. La prueba de este compromiso con la racionalidad aparece en la firme creencia en la capacidad de prudencia y discernimiento del juicio personal, ejercitada a través de procesos sistemáticos de reflexión. Como el lector ya se habrá podido percatar, estas capacidades quedan fuera del discurso de la evaluación en educación desde una perspectiva técnica. En este escenario, el primer cometido que afronta el práctico (docente) consiste en interpretar el currículum como texto, pero, ¿qué significa esto? Significa que el análisis textual rechaza la autoridad del documento para imponer su propio significado, lo que supone que el práctico no sólo tiene derecho, sino también obligación de dar su propio significado al texto. Si los prácticos toman en serio sus obligaciones respecto a la interpretación de los textos curriculares como acción práctica, o sea, como acción que compromete su propio juicio, también tomarán en serio la categoría de los alumnos como sujetos del aprendizaje y no como objetos en el acontecimiento curricular. Algo que, por cierto, en la evaluación generalmente se pierde de vista. Lo anterior supone que la preocupación del profesor será el aprendizaje, no la enseñanza. Este planteamiento es una de las banderas que enarbolan las actuales reformas educativas en el mundo, las cuales propugnan por un paradigma centrado en el aprendizaje, aunque, muchos docentes no comprenden cabalmente su significado o simplifican la propuesta a tal grado que terminan socavando toda la fuerza transformadora del aprendizaje (Moreno 2010a, b). Se concibe al currículum como un asunto práctico y, por consiguiente, a los participantes en el proceso curricular como sujetos activos. La tarea del profesor deja de ser la de enseñar a los alumnos algo que él sabe para convertirse en un mediador que los pone en contacto con los contenidos culturales, al tiempo que los capacita para que se introduzcan en una comunidad de conocimiento. Este enfoque del currículum influye también en la forma de mirar la evaluación. Por tanto, dicho concepto habrá de ser reconsiderado. Desde esta perspectiva, la evaluación de los objetivos previos no tiene cabida. En este sentido, Grundy afirma: Como el significado del currículum es cuestión de deliberación a cargo del práctico, del que parten ciertos juicios y acciones, y dado que la importancia del acontecimiento se cifra tanto en la acción o interacción como en el resultado, se deduce de ello que carece de sentido hablar de la eficacia del currículum en términos de objetivos especificados de antemano (Grundy 1991, 102).

Desde esta perspectiva la evaluación se convierte en una parte integrante del proceso educativo en su conjunto y no se queda en algo separado. Fue Stenhouse (1994) quien argumentó en contra de la separación entre el desarrollador (del currículum) y el evaluador, y a favor de una investigación integrada del currículum. Si el interés básico es para un fin práctico, la evaluación significará elaborar juicios acerca de la medida en que el proceso y las prácticas desarrollados a través de la experiencia de aprendizaje favorecen el bien de los participantes. No son juicios que puedan efectuar por completo quienes permanecen fuera de la situación de enseñanza, porque requieren el tipo de conocimiento personal al que sólo pueden acceder los participantes en la situación de aprendizaje. Los puntos de vista de terceros son útiles para la reflexión, pero, en último término, el interés práctico exige que los participantes sean los jueces de sus propias acciones (Grundy 1991). Como lo correcto no puede determinarse por completo con independencia de la situación, la acción práctica se caracteriza por la elección y la deliberación. La acción práctica, centrada en los procesos de elaborar decisiones adecuadas que promuevan el bien permite mayor deliberación y, por tanto, una elección entre más acciones, dado que según Aristóteles: deliberamos no sobre fines, sino sobre medios. La deliberación es, pues, un elemento esencial de la acción práctica. Así, la esencia de la noción griega de praxis (acción práctica) consistía en que la acción debería adoptarse sobre la base de un entendimiento pleno. Es más, se pensaba que el entendimiento sólo se lograba mediante la deliberación y el debate, a través de los cuales se aclaraba el significado de una situación o acontecimiento. La acción siempre supone un riesgo, porque el resultado o las consecuencias nunca pueden conocerse por completo de antemano. Siempre existe un elemento de riesgo ante efectos no buscados de la acción. Esto resulta, de manera particular, pertinente para la educación “porque los hechos escolares o de la vida de la clase nunca dejarán de tener un carácter abierto e indeterminado” (Carr y Kemmis 1988, 53). El interés práctico, por tanto, genera una acción entre sujetos, no sobre sujetos. La deliberación incluye el interpretar la situación, así como otorgarle sentido a la misma, de forma que se decida y se lleve a cabo la acción apropiada (la que se supone promueve el bien de los participantes). Se destaca la importancia del modo en que se interpretan e integran las innovaciones en el contexto social y cultural de los centros escolares. Existe preocupación, sobre todo, por lo relativo a los significados, las percepciones y las relaciones humanas. Se debe considerar que cuando se alude a un enfoque de evaluación “de proceso”, se coloca en el centro a la deliberación, el juicio y la atribución de significado. La perspectiva práctica no contempla la división entre los diseñadores y los ejecutores del currículum. Por consiguiente, la evaluación no puede concebirse como algo separado de los procesos de enseñanza-aprendizaje, ni del desarrollo del currículum. No cabe ni la evaluación impuesta desde fuera, ni el dualismo del profesor actuando separadamente como enseñante y como evaluador. Sólo hay un papel con múltiples funciones o tareas interrelacionadas. El docente es, por el hecho de serlo, evaluador y como evaluador también es y ha de seguir siendo educador. Se evalúa con la intención de perfeccionar los procesos educativos y en esto todos son actores, todos son participantes activos y responsables directos. Los objetivos educativos se convierten en hipótesis a comprobar en la clase. Los alumnos también han de comprometerse con la evaluación, pues los significados e interpretaciones de todos los participantes han de tenerse en cuenta en la interacción humana (Stenhouse 1987). Este tipo de enfoque de evaluación entra en contradicción con el concepto de enseñanza para el examen, e incluso, puede chocar con ciertas normas oficiales para la calificación de los alumnos. Cabe advertir que las políticas educativas al uso de alcance nacional, así como el peso de las tradiciones pedagógicas (y evaluadoras) de los centros educativos pueden constituir un freno para que el docente oriente su actuación en el aula desde una perspectiva práctica de la evaluación. House (1981) afirma que el proceso de innovación es en realidad una interpretación entre culturas, donde el cambio aporta nuevas ideas a la historia cultural de una escuela. Desde esta óptica, la reforma de la evaluación consistiría en una transformación de la cultura de las relaciones humanas implicadas en los procesos de valoración. Por otro lado, los procedimientos de evaluación alternativos no son acontecimientos que tengan lugar al final del aprendizaje (al concluir la clase, la unidad, el semestre o el año académico), sino que representan una parte integral del aprendizaje. Su objetivo no es tanto agrupar por categorías a los alumnos, o a las cantidades de conocimientos, como desarrollar conceptos comunes para toda la comunidad acerca de cómo y cuándo ocurre el aprendizaje. Tales procedimientos han de ser lo suficientemente sensibles como para detectar las representaciones mentales que los alumnos tienen de las ideas importantes. Deben ser capaces de discernir la habilidad de los alumnos para aplicar los conceptos adquiridos a la resolución de los problemas. Este tipo de evaluación ha sido designada como auténtica (Valencia 1993; Moreno 1999; 2004). La evaluación genuina, en ese sentido, es polifacética, directa y profunda y depende en gran medida de la valoración de los profesores. Los alumnos llevan a cabo tareas reales bajo la supervisión del docente que dirige el proceso y aprovecha las oportunidades de retroalimentación que éste ofrece. Los criterios de evaluación no están ocultos ni suponen un misterio. Se anima a los profesores a enseñar para lograr esos fines, ya que las actividades de los alumnos incluyen situaciones reales que deben dominar para tener éxito. Este enfoque implica un diálogo constante con y entre los alumnos, requiere una evaluación continua, una autoevaluación y la valoración mutua entre compañeros. Los aprendices contribuyen activamente a la consecución de sus propios objetivos.

En resumen, la perspectiva de la evaluación como práctica cultural subraya la interacción entre varios puntos de vista, creencias y valores. La tarea de desarrollar procedimientos alternativos de evaluación trasciende los aspectos técnicos de medición, coordinación y destreza para entrar en el área de las relaciones y la comunicación entre las partes implicadas en el ejercicio de la evaluación.

extraido de: Evaluación del aprendizaje y para el aprendizaje Reinventar la evaluación en el aula, por Tiburcio Moreno Olivos

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